El otro round es una película inspirada en un cuento corto de Guido Eytel1 y tal como el texto literario, la película comienza con el boxeador, Dinamita, y su entrenador2 (que en el filme no tiene un nombre asignado, aunque sí lo tenga en el cuento de Eytel), que pierde el trabajo luego de salir mal en una pelea sobre el ring. La película se puede comprender, también, como una reflexión visual sobre la condición de un pueblo alienado, separado de los otros (de los suyos) y registrado desde individuos dispersos y solitarios; impotentes frente a un poder social y político que implacablemente los aplasta, los desplaza y los deja a la deriva.
La sinopsis, en un tono muy propio de Sánchez, describe lo siguiente: “Que un boxeador se alimente del riesgo de morir, no es extraño. Y que alejado del ring se transforme en un zombie, lo es menos. Es el caso de Dinamita Araya que deberá padecer, como una fuerza errante, la pérdida de su soberanía. Abandonado a los quehaceres utilitarios de una vida demasiado práctica y sin peligros pasará, sin pena ni gloria, de una actividad a otra en la tragicomedia de la vida cotidiana. Será el encuentro fortuito con una mujer, lo que le hará reaccionar. Un impulso largamente sofocado se abrirá paso en un incidente oscuro. Que el otro round es con la vida, es cosa más que sabida”3.
Esta síntesis de la trama –con una inflexión mucho más poética y reflexiva que aquellas que presenta el cine comercial– va conceptualizando varios elementos que aparecen en el cine de Sánchez, que son sintomáticos de una historia, de una atmósfera, de una época, es decir, del ambiente dictatorial que tiñe la historia. La sinopsis habla de zombis, de padecimiento y de errancia. De una pérdida de soberanía (manifestada en el rechazo instintivo a asumir ningún poder, ya que no hay poder alguno que asumir) y de un mundo cotidiano que se despliega sin pena ni gloria.
Pensamos que una de las grandes victorias de los filmes de Cristián Sánchez, está en la captura y representación del espacio de lo cotidiano en el Chile dictatorial, mediante un pueblo que aparece disperso, en un vagabundeo constante y disipado. Lo veremos en múltiples ocasiones, entra en campo, como una muestra de algo que lo excede, que es muchísimo mayor, aunque por el momento, no tenga posibilidad alguna de reunión4.
Luego de perder la pelea que da inicio al filme, Dinamita y su entrenador quedan cesantes y, como primer trabajo –de muchos otros posteriores que van a emprender– se hacen cargo de una fuente de soda, un negocio pequeño, concentrado en un espacio genérico en su categoría y que no se distingue de otros establecimientos. El lugar exhibe cajas plásticas (amarillas, rojas) apiladas, con las grandes marcas en su frente (Orange Crush, Pepsi) contenedoras de las botellas de vidrio (retornables) de las bebidas cola; las mesas y las sillas de madera, están pintada en colores saturados. Hay un viejo Wurlitzer, y un dispensador de cigarros, donde se lee Belmont. Marcas extranjeras como única decoración del boliche (de mala muerte, podemos agregar, en tanto no convoca a clientes), será el perfecto escenario para una secuencia que muestra el aislamiento de un país cuya máxima conexión con el exterior se establece a través del comercio, el consumo y las marcas en otros idiomas, que forman parte de una cultura lejana y que solo está presente a través de los medios de comunicación.
Luego de la fuente de soda, manejan un taxi, aunque nunca veremos el vehículo con pasajeros a bordo, en ese momento, la cámara sale a las calles, que se desplegarán tímidamente. Luego se deshacen del taxi y con la venta del automóvil, se hacen cargo de un taller de bicicletas. Se van adaptando a los distintos trabajos sin que nunca logren llegar a nada: pueden hacer de todo, pero nunca tienen nada para hacer. No hay pasajeros en el taxi, no hay ciclistas que quieran arreglar sus bicicletas, no hay clientes en la fuente de soda. Finalmente venden flores en las calles. Claveles rojos, en ramilletes, que son ofrecidos a los autos que se detienen en los semáforos, siempre con los vidrios arriba y sin interactuar nunca con los vendedores. Van juntos, ofreciendo ramos tristes de flores rojas a conductores y pasajeros que seguirán de lado sin comprar los claveles.
Corro habla de la inacción5 en los filmes de Sánchez, y, sin embargo, dicha inacción tendría que ver más con los resultados, debido a que los personajes están constantemente iniciando nuevos negocios, inventando servicios. No estamos frente a personajes inactivos, sí, en cambio, ante personajes cuya actividad fracasa permanentemente. Naufragan en todas las empresas que inician, padecen y sufren el día a día, y permanentemente buscan un hacer, iniciando tránsitos distintos que nunca serán fructíferos. Son verdaderos emprendedores y nunca consiguen nada, parecen condenados a fracasar en todas las empresas que se proponen. De ese modo, la pareja protagónica (este pueblo condenado al fracaso), aparece como víctima del modelo económico imperante, y la dictadura –siempre fuera de campo–, parece anular al pueblo reunido como una multitud. Sin embargo, activando este afuera, Sánchez va tramando los residuos que deja en ese pueblo, ahora disperso, las políticas económicas que la misma dictadura impone, a partir de este dúo de personajes. Por un lado, el manager, siempre alerta e inquieto, por otro, Dinamita, que se encuentra en un estado de tristeza absoluto, distraído, lejano, profundamente apático. A Dinamita nada le importa, excepto aquello perteneciente al ámbito de lo afectivo y de lo amoroso. Es una película que gira en torno a los incidentes de la vida diaria de un par de sujetos que intentan ingresar el sistema, sin jamás lograrlo.
Esta película será más clásica que las anteriores, en referencia a Vías paralelas, El zapato chino, Los deseos concebidos. Esto se manifiesta, por ejemplo, en que hay una historia definida que se puede ir siguiendo de modo lineal; los personajes tienen motivaciones y objetivos claros; hay una estructura circular en donde se definen de manera evidente, el inicio, el desarrollo y el final; también está presente una música que acompañará, sutilmente, la emocionalidad del filme. Sin embargo, será en el plano secuencia donde encontraremos el punto de resistencia de la modernidad cinematográfica, como estrategia que le permite a Sánchez realizar sus películas en esa época: el plano secuencia hace visible las duraciones, pero también una cierta atmósfera alicaída, donde ocurre poco o nada, donde no hay nada para hacer; el plano secuencia hace visible la angustia, la apatía, el tedio y, en este caso, será primordial para representar el cansancio, las rutinas que se extienden, los ánimos que se desgastan, las acciones cotidianas que dan cuenta de un esfuerzo constante para sobrevivir el día a día.
El plano secuencia, también, es el dispositivo que permite el despliegue de una temporalidad extendida, que trae consigo, a campo, la tensión social y política, la angustia económica, como elementos que dan cuenta de un determinado estado anímico (un estado anémico) que se extiende hacia la narración, el montaje y las duraciones. De este modo, y sobre todo en relación al protagonista, los momentos triviales o de ocio, por ejemplo, serán registrados en duraciones extensas: Dinamita lavándose las manos en el baño, Dinamita recostado en su cama, mirando la televisión o fotografías de la antigua novia que lo abandonó, o Dinamita de visita en el club nocturno, donde es filmado por una cámara que insiste en mantenerlo en campo, que se enfoca en él mientras observa de modo apático a las bailarinas semidesnudas, que se asoman lateralmente en el plano. La cesantía se traduce en ociosidad y multiplicidad de tiempos muertos. Los personajes parecieran inundados en un estado de conmoción que perfectamente puede ser comprendido como síntoma del trauma que propicia la dictadura, con su política del terror, represión, violencia, desaparición.
Pensamos que lo que hace nuestro director es fabular a un pueblo diseminado, dispersado por las fuerzas militares, represivas de la dictadura militar. El pueblo se da a ver en los interiores, en los espacios cerrados. El entrenador, Dinamita, Leonor (la empleada doméstica de la cual Dinamita se enamora), el hombre que busca trabajo y que se presenta como alguien que sabe hacer de todo, la cajera de la fuente de soda, todos ellos aparecen como indicios del pueblo. Pero no de cualquier pueblo, sino que, de un pueblo particular, en el Chile de la década de los ochenta, en la ciudad de Santiago, registrada en sus tonos grisáceos e invernales.