Cristián Sánchez: Cineasta moderno
Si nos interesa el concepto de modernidad –siempre acotado al ámbito cinematográfico–, es con el fin de organizar un anclaje que puede ser tan estético como ético, tan estilístico como político, y lo utilizaremos como un marco o punto de partida, en tanto se entiende como una edad del cine que involucra numerosos cambios y desplazamientos respecto a la producción cinematográfica institucional y hegemónica. Como propuesta de cine, implica la posibilidad del medio audiovisual de definirse como un instrumento de investigación, como una forma de reflexionar en torno al presente desde la revisión de un mundo cuyas certezas se van borrando, donde se intenta comprender ese mundo, justamente, desde la toma de conciencia de cierta incomprensión. En el cine, son numerosos los dispositivos que hacen posible la emergencia de un estado falto de evidencias y de certezas: ya sea desde una puesta en escena determinada, o bien, desde la apuesta por un modo auto-reflexivo de realización. Desde la extensión de los silencios o bien, desde la elaboración de una narración ambigua. Otra aproximación es posible de ser identificada desde la apuesta por una atmósfera política que ingresa desde el fuera de campo, desestabilizando potentemente la imagen y la narración. En el contexto de Chile sumido en una dictadura militar, muchos de los dispositivos propios de la modernidad, le proporcionarán al director la posibilidad de organizar un pensamiento, sobre el mundo, desde el cine (particularmente desde el largometraje de ficción). Sánchez toma esas piezas y se apropia de ellas para organizar una narración llena de remanentes, de huellas sonoras, de imaginaciones políticas, en donde la organización del mundo particular, se realiza desde imágenes sintomáticas de algo velado o simplemente ausente.
Pero la modernidad va más allá de dispositivos estilísticos y estéticos, tiene que ver, también, con un cine que se distancia del mero entretenimiento y se sitúa en los territorios del arte. Dice Schwarzböck, “Los programas del cine moderno, al concentrarse en la creación de un nuevo espectador –después de evaluar que estaban dadas las condiciones materiales para ese propósito–, dejan de lado la cuestión del carácter compensatorio del cine. Si el nuevo espectador está emancipado de la ortopedia del modelo narrativo clásico, ya no busca en el cine –ahora devenido arte– lo que se habría fugado de la realidad. Y no lo hace, porque directamente no establece proporciones entre el cine y la vida. En el modelo clásico, esas proporciones estaban establecidas en términos referencialistas, de modo tal que el cine fuera más bello (o más feo) o más sublime (o más terrible) que la vida misma” (Schwarzböck, 4).
La modernidad queda registrada en diversos textos teóricos, a partir de ciertas huellas, en tanto es una noción a la cual se le va dando forma de distintas maneras y con perspectivas que se complementan y que comienzan a concebirse, por una parte, en paralelo al Neorrealismo Italiano (1945), por otra, en relación a “autores” del cine que comienzan a romper los paradigmas del lenguaje cinematográfico y a anticipar este nuevo orden de cosas. Existen numerosos textos –tan elementales, como fundacionales– en torno a la modernidad, dispersos en distintas publicaciones. Están, por ejemplo, aquellos escritos en la década del cincuenta por los colaboradores de Cahiers du cinema. Nos detendremos, brevemente, en dos textos. En primer lugar, “Carta sobre Rossellini”, de Jacques Rivette, donde escribe: “Con la aparición de Te querré siempre, de pronto todas las películas han envejecido diez años. No hay nada más despiadado que la juventud, que esta intrusión categórica del cine moderno, en la que podemos al fin reconocer lo que de manera algo confusa estábamos esperando” (Rivette, 60). Y antes de eso, señala “Puesto que es realmente en esas películas rápidas, improvisadas con medios aleatorios y rodadas a trompicones, donde a menudo la imagen nos deja adivinar que encierra la única pintura real de nuestro tiempo. Y siendo ese tiempo también un bosquejo, cómo no reconocer de repente la apariencia básicamente esbozada, mal compuesta, inacabada, de nuestra existencia cotidiana” (Rivette, 60). Este texto, escrito en un formato epistolar dirigido directamente a los espectadores que “no aprecian” a Rossellini, es justamente una defensa y una justificación del cineasta italiano como director moderno1.
En segundo lugar, nos interesa un ensayo que, a nuestro juicio es fundamental, escrito por Jean Luc Godard en torno a la obra que el director sueco Ingmar Bergman realiza en el año 1953. En la siguiente crónica, señala, a propósito de Un verano con Monika: “En efecto, Ingmar Bergman es el cineasta del instante. Cada una de sus películas nace de una reflexión de los protagonistas en el momento presente, profundiza esta reflexión por una especie de descuartizamiento de la duración, un poco a la manera de Proust, pero con un poco más de poderío, como si se hubiera multiplicando Proust a la vez por Joyce y por Rousseau, y deviene finalmente una gigantesca y desmesurada meditación a partir de una instantaneidad. Una película de Bergman es, si se quiere, un cuarto de segundo que se metamorfosea y se alarga durante una hora y media. Es el mundo entre dos parpadeos, la tristeza entre dos latidos de corazón, la alegría de vivir entre dos palmadas” (Godard,81). Son articulaciones de la modernidad vía ciertas constataciones que in situ, en el momento mismo en que se van estrenando las películas, las que van a caracterizar lo que posteriormente conoceremos como el corpus de un cine moderno. El primer texto, de Rivette, se refiere entre otras cosas, a la emergencia de momentos cotidianos –en contraposición a un relato monumental dominante en el cine clásico–, en donde reina el azar en los lazos que se establecen entre los personajes. Godard, por su parte, habla del uso de la temporalidad en el cineasta sueco, de la duración del plano que da a ver un tiempo específico, aletargado, distendido en un momento que se vuelve eterno.
Los textos en torno al cine moderno se extienden hasta la actualidad, como una idea que constantemente se va reajustando, pues pareciera que, aún hoy, resulta valiosa para comprender un cine contemporáneo que se aleja del formato comercial, y que si bien emprende constantemente nuevas búsquedas (que se confunde a veces con los parámetros propios de un posmodernismo), puede ser visitado desde los paradigmas de una tardo-modernidad que se despliega en un anclaje evidente con las rutas que emprendieron las nuevas olas a mediados del siglo pasado. En el prólogo a su libro, Choi se pregunta “… cómo es posible que esta forma de pensar y hacer cine, que identifica a una parte de nuestra generación, sin embargo, ya no pueda representarla. Tal vez, porque las condiciones del mundo no son las mismas que aquellas vislumbradas después de la Segunda Guerra Mundial, las cuales produjeron un alto en la imagen y permitió al cine entrar a la edad madura” (Choi, 9).
Por otra parte, cuando proponemos que ser un cineasta moderno se relaciona con la posibilidad de pensar un mundo, planteamos una referencia directa al trascendental texto que Roland Barthes le dedica a la obra de Michelangelo Antonioni, específicamente cuando expresa: “… para usted, lo Moderno no es el término estático de una oposición fácil; lo Moderno es, por el contrario, una dificultad activa para seguir los cambios del Tiempo, ya no solamente en el nivel de la gran Historia, sino también en el interior de esa pequeña historia cuya medida es la existencia de cada uno de nosotros” (Barthes, 178). Este texto, dirigido al director italiano con motivo de un homenaje que le rinde la ciudad de Bolonia el año 1979, constituye un muy buen documento para comprender las principales señas de aquello que compone a un cine moderno, desde lugares muy distintos: su oposición a un sistema tradicional y el rechazo de sus convenciones y principales fórmulas, a la intención de barrer con las formas de hacer sentido para proponer otras nuevas e insospechadas, a partir de una propuesta plástica, en donde la composición del plano, la selección cromática de los colores presentes en la imagen, el diseño sonoro, o la duración de un plano en un espacio particular, van a jugar un papel determinante. Pero también tomando en cuenta la configuración de un nuevo tipo de personaje cinematográfico, que en su no obedecer a la dinámica de la acción y reacción, se rige por el azar, transita, observa, permitiendo que su mirada se transforme en un puente que se prolonga hasta la mirada del propio espectador.
Sánchez, cineasta moderno
Proponemos que pensar la obra de Cristián Sánchez implica dar cuenta de un diálogo evidente e indisoluble con el cine moderno y que, mediante las trazas de la modernidad desplegadas en estas páginas, encontraremos un modo de aproximarnos a su obra desde observaciones de distinta índole. Si decimos que Sánchez es un director moderno (en tanto hace visibles, a lo largo de su obra, ciertas marcas evidentes que dan cuenta de su inserción en dicho modelo) es por varias razones.
En primer lugar, porque sus películas son deliberadamente anti-clásicas; a lo largo de su filmografía, se evidencia que presenta una resistencia absoluta al modelo de representación institucional, que se traduce, entre otras cosas, en la ausencia de un conflicto central, en personajes sin motivaciones ni objetivos definidos, en un tipo de narración que más que esclarecer sus órdenes, los vuelve ambiguos, sin necesariamente una introducción, un desarrollo y un final (entre otras cosas en las cuales ya nos detendremos). En segundo lugar, por su condición cinéfila, comprendiendo la cinefilia desde una perspectiva cahierista (es en la revista Cahiers du cinema donde se genera el concepto de autoría –con la política de los autores– pero, además, donde se instala la dinámica de los cine-clubes, y donde se reinventa el concepto de crítica, entre otros elementos que funda esta publicación que serán trascendentales para el cine, tal y como lo conocemos hoy). En Sánchez, como si de una estructura a la vista se tratara, se van desplegando guiños a la obra de cineastas que participan, de modo más o menos directo, del proyecto de la modernidad. Podemos reconocer en sus distintas películas, gestos a Jean Luc Godard, a Robert Bresson, a John Cassavetes, a Erik Rohmer; además de Raúl Ruiz, a quien nos referiremos exclusivamente en un apartado posterior. Pero no se trata solamente de cineastas: la modernidad implica pensar, además, en críticos de cine, en filósofos, en teóricos, en artistas plásticos, en la cultura popular, en textos literarios, en los estados sociales y políticos de un determinado tiempo y espacio, entre otras cosas, que contribuyen, desde perspectivas distintas, a la configuración de esta noción.
Por otra parte, consideramos a Sánchez como cineasta moderno por el modo en que “lee” a Deleuze, de modo tal que pareciese literalizar los signos de la crisis de la imagen-acción en sus películas: el vagabundeo, el corte entre acción y reacción, la idea de unos tópicos (psíquicos, anónimos y flotantes): son signos que se manifiestan de forma tan estética como narrativa, siempre apropiándose y singularizando estos preceptos. Sánchez, por otra parte, teoriza en torno a esta crisis y, en su texto “Aventura del tiempo en el cine moderno”, se refiere a las cinco características mencionadas, para luego, agregar una sexta que (en sus palabras) Deleuze restringiría solo al cine alemán, y que el director chileno enuncia del siguiente modo: “Los acontecimientos, sean de la naturaleza que sean, no parecen concernir a los personajes que transitan como parias o fantasmas por las distintas situaciones (…). En vez de representar un real ya descifrado, el Neorrealismo apuntaba a un real a descifrar, siempre ambiguo; de ahí que el plano secuencia tendiera a reemplazar el montaje de representaciones” (Sánchez s/p).
Para Deleuze, el cine del Neorrealismo es un cine del vidente (en oposición a un personaje actante), donde el héroe, más que reaccionar, registra, donde el protagonista, se ha transformado en una suerte de espectador. Este aspecto, que funciona paralelamente para ambos autores (Deleuze, filósofo – Sánchez, cineasta), nos interesará particularmente en nuestro objeto de estudio. La idea, por un lado, es la de un cine vidente, donde hay un personaje que no reacciona, que se mueve azarosamente por situaciones en las que no tiene mayor incidencia en las decisiones. Y, por otro, de un autor-demiurgo –Cristián Sánchez– tras esos personajes, consciente y reflexivo en torno a los extraños caminos que los hace recorrer, y que reflexiona en torno a estos problemas, tan cinematográficos como filosóficos, de la siguiente manera: “La Imagen-Tiempo no sólo quiere hacer pasar pensamientos por la imagen o, hacer de la imagen algo pensante, sino que, excediéndose, impulsa los signos ópticos y sonoros puros a la captura de nuevos referentes, nuevos objetos que ya no son objetos cerrados y determinados sino las fases de una declinación o, un proceso” (Ibid).
Concluimos este tema estableciendo la siguiente confirmación: la noción de modernidad cinematográfica se gesta a mediados del siglo XX, desde diversos frentes que van configurando una idea sobre el cine que se vuelve cada vez más concreta, y alcanza, desde su entramado conceptual, a la producción cinematográfica contemporánea. En este capítulo la propuesta fue, en primer lugar, revisar los principales principios de un cine moderno distanciándolo de un modelo clásico o institucional de representación. Para esta tarea, nos detuvimos en las reflexiones realizadas por distintos teóricos, críticos y cineastas que, desde los años cincuenta y hasta la actualidad, han ido organizando las bases para el desarrollo de dicha idea cinematográfica.