Sánchez, Ruiz y el Nuevo Cine Latinoamericano
El propósito de lo que sigue a continuación es organizar un panorama sucinto sobre el Nuevo Cine Chileno –nombre con el que se designó al grupo de películas estrenadas entre 1967 y 1973–, en relación con un proyecto más amplio, el del Nuevo Cine Latinoamericano, con el fin de establecer un contexto histórico, político y también audiovisual, en el cual situar al cine de Sánchez.
Ya hemos advertido que cuando, en el año 1975, Cristián Sánchez proyecta Vías Paralelas, su primer largometraje (terminado y exhibido a público), la dictadura militar de Augusto Pinochet ya estaba instalada en Chile, los cineastas nacionales habían dejado el país para proseguir con su carrera de cine en el exilio y nada quedaba del ímpetu del Nuevo Cine Chileno, iniciado unos pocos años antes por un puñado de cineastas que habían hecho sus películas al calor de los debates, manifiestos e ideologías del Nuevo Cine Latinoamericano.
El contexto histórico, el momento político y la energía intelectual del período en que Sánchez realiza su cinematografía será radicalmente distinto al que albergó a los cineastas del Nuevo Cine Chileno (que se instala como un movimiento cinematográfico nacional entre fines de los sesenta e inicios de la década de los setenta). En el período obscuro y represivo, inmerso en la dictadura militar, Sánchez (tal como revisaremos en los capítulos posteriores) realiza una obra criptica, empapada de un humor solapado, con una narración particular, donde los personajes avanzan sin rumbo hacia destinos azarosos, sumergidos en la poética que organiza el director, como es el caso, de los filmes El zapato chino y Los deseos concebidos.
Aunque la distancia temporal es breve –son apenas unos años entre la redacción y publicación del Manifiesto de cineastas de la Unidad Popular (en donde se apoyaban, desde el trabajo audiovisual, los cambios políticos y sociales que buscaba el país y el gobierno en esos tiempos), y el momento en que Sánchez desarrolla su carrera durante la época de la dictadura– nos interesa establecer un diálogo posible, en primera instancia, con ese Nuevo Cine Chileno. Un movimiento que se caracteriza por su compromiso con los cambios sociales de la época, así como con las propuestas del gobierno de la Unidad Popular (enmarcado en un movimiento mayor que congregaba a distintos cineastas de Latinoamérica). Por otra parte, propondremos una relación más cercana de la obra del director que acá nos convoca con el cine de Raúl Ruiz, que para esos años había realizado su primer largometraje Tres tristes tigres (1968) como director que participa de ese período, aunque tomando una cierta distancia –un paso al costado–, respecto de las estéticas militantes que primaban en el quehacer audiovisual de la región en esos años.
Nuevo Cine Latinoamericano
Para comenzar, y en relación con el capítulo anterior, nos parece relevante situar al Nuevo Cine Latinoamericano1 (que emerge en los distintos países bajo distintas denominaciones: El Cinema Novo en Brasil, el Nuevo Cine Argentino o el Nuevo Cine Chileno), en concordancia con el proyecto de la modernidad en el cine. Esto se hace visible desde diferentes lugares y afinidades;
- En el halo (y anhelo) de independencia y de oposición respecto a una cinematografía hegemónica y tradicional, que se había importado (de modos más o menos eficientes) a los mercados nacionales. Recordemos que tanto en México como en Argentina, se forman industrias exitosas y fuertemente influenciadas por el modelo norteamericano.
- Por otra parte, en la apuesta por articular una propuesta reflexiva y autoconsciente sobre los modos de aproximarse a lo “real” desde la creación de una obra audiovisual: desde la exploración formal, las hibridaciones entre formatos documentales y ficciones, los modos de actuación y las narraciones, tanto en las películas más didácticas como en las más experimentales.
- Por último, en la medida en que surgen nuevas poéticas y estéticas que promueven el cine como un instrumento de investigación; como un proceso en el cual se desarrollan nuevas formas de narrar y de representar la realidad; de indagar en los modos de aproximarse a ésta o, por lo menos, de acceder a la realidad desde lugares improbables (desde la perspectiva de un cine anterior, tradicional y hegemónico).
Las fundamentaciones y los objetivos del Nuevo Cine Latinoamericano quedarán explicitados no solo a través de las películas, también a partir de los textos teóricos, de los encuentros y debates entre cineastas, y de los manifiestos redactados y publicados, en gran medida, por los mismos directores. El periodo, acotado por los contextos históricos y políticos de cada país, se va esculpiendo desde aquellos textos que van desarrollando los cineastas. Así los títulos “Por un cine imperfecto” (1969), de Julio García Espinoza, “Hacia el tercer Cine” (1969), de Octavio Getino y Fernando “Pino” Solanas, o la “Estética del hambre” (1965), de Glauber Rocha, cumplirán con una doble función: por una parte, se consolidarán como un frente teórico con el cual (o desde el cual) los cineastas articularán sus obras; por otro lado, como una herramienta que le permite al espectador y estudioso de los filmes del período, complementar los filmes, hacerlos dialogar con el espíritu de la época.
Si trazamos un puente respecto al capítulo anterior, el Nuevo Cine Latinoamericano es un movimiento que se concreta, tanto audiovisual como teóricamente, muy en sintonía con otros importantes discursos y banderas de lucha que se alzan, por ejemplo, en Francia, donde el artículo que escribe Françoise Truffaut para la revista Cahiers du cinema, titulado “Una cierta tendencia del cine Francés”2, es un buen ejemplo del cuestionamiento que se introduce hacia el cine ‘de calidad’ que defendía el cine tradicional francés de la época (un cine de guionistas y no de directores, ahogado en un pretendido realismo psicológico). Por otra parte, es pertinente, en el cine independiente que se desarrolla en Estados Unidos (con John Cassavetes como paradigma de una obra autoral y ajena al sistema de estudios norteamericano), el manifiesto que lanzan los cineastas del New American Cinema Group, redactado por Jonas Mekas, abocado a cuestionar el “mito del presupuesto”, la censura, así como los modelos de producción, circulación y exhibición de las películas, la censura, entre otras cosas–, bajo la bandera de un modelo de cine independiente3.
Relacionado con estas mismas inquietudes y debates que se generaban a nivel mundial, los primeros encuentros de realizadores latinoamericanos tenían como finalidad “establecer un plan de acción al logro de objetivos comunes, búsqueda de una verdadera expresión americana; unificación e incremento del mercado cinematográfico latinoamericano…”4. De todos modos, queda explicitado en tales coloquios, que las aspiraciones de los distintos realizadores excedían a la simple disputa entre un cine independiente (un cine de autor), versus un cine comercial o industrial. Les interesaba, de modo especial, la articulación de un “cine latinoamericano”, distinguible de obras cinematografías, afín a las luchas particulares del continente. Un cine militante, al servicio de los movimientos de la izquierda, que buscaban, como diría el cineasta argentino Fernando Birri ‘documentar el desarrollo’, a partir de la producción de un cine nacional, realista, crítico y popular, que se independizara de las estructuras del cine norteamericano y renovara las cinematografías locales.
Hay una búsqueda cinematográfica que se articula desde el compromiso hacia ciertas causas propias del momento histórico y político de los diferentes países de Latinoamérica. Es decir, si la modernidad europea tiene un carácter más estético, la que surge en Latinoamérica tendrá, sin lugar a dudas, un sello más ideológico. Las palabras de León Frías en torno al cine en nuestra región son las siguientes: “será un cine reflexivo y consciente de su situación en la historia de sus respectivos países y en la historia del mundo”5. Esto se traduce en que, durante esos años, se produce una reflexividad comprometida con el contexto histórico de cada país en particular, un estado de alerta y de vigilancia (parafraseando el texto que Roland Barthes le dedica a Michelangelo Antonioni), que busca promover un tipo de espectador que, desde el cine, tome consciencia; que se comprometa con la lucha de los débiles, de los oprimidos y de los sin voz. Insistiendo siempre en la búsqueda por la renovación estética, y en el continuo esfuerzo por escindirse de las fórmulas de la producción y la distribución inauguradas por la industria norteamericana y replicadas por el resto del mundo (como elementos presentes tanto en las nuevas olas europeas y en el cine independiente norteamericano, como en el cine latinoamericano). Sin embargo, como mencionamos, los cineastas de estos nuevos cines buscan generar, en el espectador, una toma de conciencia, objetivo que solo se lograría estableciendo una distancia del modelo hollywoodense y de su cine realizado por cineastas burgueses, dirigido a su vez a espectadores burgueses. Con esto en mente, el proyecto busca educar al espectador en relación a los temas de la desigualdad, la pobreza, y el hambre en Latinoamérica.
Dicho lo anterior, debemos tomar en cuenta –tal como señalan Wolfgang Bongers, Ignacio Del Valle y recientemente Mariano Mestman, cada uno en sus respectivos textos6–, que el Nuevo Cine Latinoamericano no implica un imaginario o un dispositivo homogéneo de producción de filmes, sino que se manifiesta a partir de diversas particularidades locales, en relación a propuestas estéticas y formales, que no son siempre semejantes. Más bien, constituyen búsquedas nacionales que serán desarrolladas por distintos directores, desde modos de hacer heterogéneos y que, si bien tienden a hablar de problemáticas evidentes de cada país, se las asocia el hecho de que al mismo tiempo son temáticas que remiten a una realidad del continente latinoamericano de los sesenta, a su condición de subdesarrollo y de pobreza.
Desde esa singularidad nacional se da paso a una trama más amplia, que aborda espacios geográficos más profundos y que anula las fronteras que separan a los diferentes países que participan de este movimiento cinematográfico. Ahí es donde se encuentra este proyecto común y esta doble operación que comienza a cobrar forma, desde dos lugares distintos. Por una parte, desde los temas, los personajes, las tramas; por otro lado, a partir de las formas y el uso particular de los materiales de expresión. Esta última afirmación no implica, sin embargo, que estemos frente a una dicotomía simple entre una vanguardia formalista y experimental, en oposición a una que opere simplemente en el ámbito de los contenidos, las tramas, los temas que se abordan. Asumimos que el componente de novedad que caracteriza a los cineastas que forman parte de estos nuevos cines se instala potentemente en el territorio de las formas: en el desmontaje del cine clásico, en la interpretación de los personajes por parte de un actor no profesional, en el ingreso a ‘lo real’ mediante un rodaje que no funcionará jamás en el marco de un estudio cinematográfico (influenciado profundamente en el Neorrealismo Italiano, como corriente inaugurada después de la posguerra), en los presupuestos y financiamientos moderados o bajos.
Es en el campo del ‘dar a ver’ –de lo que se muestra, de lo que se sugiere o simboliza– en donde se enfrentan las mayores distancias entre el cine de Sánchez y de Ruiz de los sesenta e inicios de los setenta (es decir, del Ruiz pre exilio y sus filmes realizados en Chile) y el de los cineastas del Nuevo Cine Chileno (pensando en directores como Miguel Littín, Aldo Francia, Helvio Soto o Charles Elsesser).
Hay dos libros importantes que guiarán nuestro camino en las próximas páginas: Por un lado, El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta: entre el mito político y la modernidad fílmica, del investigador peruano Isaac Frías León; y, por otra parte, Cámaras en trance: El nuevo cine latinoamericano, un proyecto subcontinental, del académico Ignacio del Valle Dávila. Ambas investigaciones, publicadas recientemente, poseen como punto de partida el cuestionamiento de la existencia efectiva de un Nuevo Cine Latinoamericano, asumiendo que subsiste un reduccionismo tras la idea de un único movimiento cinematográfico que englobe a todo el continente, para concentrarse, por el contrario, en palabras de Del Valle, en “cuáles fueron las motivaciones y las circunstancias que llevaron a una serie de cineastas de un vasto y heterogéneo conjunto de países a proclamar la existencia de un Nuevo Cine Latinoamericano, más allá de si ese proyecto haya conseguido desarrollarse cabalmente”7. A partir de los debates extendidos en el núcleo de las izquierdas de América Latina, con ciertos presupuestos que se articulan desde Europa, se van a desarrollar ambas tesis, pensando específicamente en los proyectos individuales de cada país, a partir de ciertos hitos y de cómo estos repercuten en la producción de filmes y del desarrollo de una ‘teoría del cine’. Los autores coinciden en que, como proyecto, no hay una unidad evidente, si es solamente examinado por países, pero sí la tiene en el marco de una conciencia y de una economía común del continente. Estas tesis nos serán beneficiosas en tanto escriben la historia del Nuevo Cine Latinoamericano, a partir de los cuestionamientos hacia los modos en cómo ha sido revisado y ‘leído’ el movimiento hasta ahora. No nos interesa en el marco de esta investigación, realizar una re-escritura de dicha historia; sí nos parece relevante, en cambio, utilizar algunos de sus hitos con el fin de poner en contexto, establecer diálogos posibles, conexiones y desconexiones con nuestro objeto de estudio.
El Nuevo Cine Latinoamericano se inserta, como señalamos, en las rupturas y desvíos que se imponen en gran parte del mundo como alternativa a las formas clásicas y hegemónicas de producción. Esto tiene un correlato importante en los principales eventos que ‘sacuden’ política y culturalmente esos años: la Guerra Fría, la Revolución Cubana, el Mayo del 68 en Francia y sus repercusiones en la cultura global, las protestas contra la guerra de Vietnam, entre otros elementos que generan un estado de alerta en torno a (o más bien, en contra de) los gobiernos y el poder en general.
En Latinoamérica, los discursos nacionalistas y la búsqueda por la liberación colonial llevan a que, durante esos años, un grupo de cineastas de distintos puntos del continente, comiencen a establecer contacto unos con otros, a generar debates colectivos. Dice Del Valle: “Las acciones prácticas y las reflexiones teóricas de los cineastas comprometidos con esta visión se caracterizaron por estrategias subversivas de producción, distribución y exhibición fílmicas con las que se buscaban cambios en las relaciones de poder al interior de los campos cinematográficos latinoamericanos, donde el modelo hollywoodense tenía una posición hegemónica. Les animaba la idea común de que la evolución del cine en sus propios países debía estar asociada al devenir del cine en el subcontinente. Se iniciaba un proyecto de desarrollo cinematográfico que, sin abandonar la preocupación por la dimensión nacional, propugnaba como un presupuesto necesario la unión a nivel latinoamericano. El proceso fue acompañado de una reivindicación de los movimientos de liberación del Tercer Mundo”8.
El cine, como herramienta de difusión política e ideológica, se plantea en este Nuevo Cine en términos de discurso y se concreta desde ahí como un arma de revolución. Brevemente repasaremos algunos ejemplos, antes de re ingresar al territorio nacional.
El Cinema Novo y la “estética del hambre”
En Brasil, el Cinema Novo, se configura manteniendo una relación importante con los textos (manifiestos) que redacta Glauber Rocha, director responsable, entre varios otros, de los filmes Dios y el diablo en la tierra del sol y Tierra en trance. Para Deleuze, Rocha sería el subsidiario de “el más grande cine «de agitación» que se haya hecho nunca: la agitación ya no emana de una toma de conciencia, sino que consiste en «poner todo en trance», el pueblo y sus amos, y la cámara misma, empujar todo a la aberración, para comunicar las violencias entre sí tanto como para hacer pasar el asunto privado a lo político, y el asunto político a lo privado”9.
En Dios y el diablo en la tierra del sol, Rocha trama el argumento a partir de unos personajes que se revelan ante el poder opresor, donde los trabajadores se enfrentan con armas a los terratenientes y lo amenazan. No hay una idealización del pobre, ni tampoco una victimización de él. Si hay un grupo de personas, un pueblo, consciente de las injusticias, que toma las riendas (o intenta, al menos, hacerlo) de su destino.
Los filmes de Rocha no buscan endulzar la realidad, al modo en que lo hace el cine clásico, en donde los protagonistas (víctimas de un sistema o atrapados en una clase social), aceptan su miseria y esperan un milagro que venga a salvarlos. Acá, por el contrario, se pretende promover la movilidad social a partir de la confrontación de los problemas y de las posibilidades. A propósito de Terra en trance, señala Gonzalo Aguilar, “en vez de ver el origen de todos los males en el imperialismo y en Estados Unidos o en las oligarquías locales, la película pone en escena la acritud vacilante de los gobiernos progresistas y la complicidad de los letrados del orden dominante. En una escena célebre, el protagonista (el intelectual Paulo Martins) le tapa la boca a un obrero y le dice ‘el pueblo no puede hablar’. La crítica al paternalismo autoritario progresista que hace Rocha es evidente”10.
Las obras de Rocha, por una parte, y de Nelson Pereira dos Santos, por otra, mantendrán una radicalidad fuerte, y en relación al Nuevo Cine Chileno, constituirán una influencia importante, en términos estéticos, en estilos, en el ingreso a lo real a partir de argumentos específicos relacionados con la existencia de un pueblo marginal y sin derechos. Desde lugares y estilos distintos, Rocha y Dos Santos construyen una representación donde gobierna la miseria y el hambre (como elementos ausentes en el cine hegemónico11) como espacio protagónico de representación en esta obra. La imagen muestra vastos espacios de tierra reseca, intercalados por primeros planos en donde se da a ver el sudor de los personajes, su frustración, su desesperanza, su impotencia en los enfrentamientos con los latifundistas miserables y avarientos.
La estética con la que trabaja Rocha comunica el hambre del pueblo latinoamericano, pero también su identidad, lo que lo hace propiamente latinoamericano y lo distingue, profundamente de otros. La apropiación estética de la violencia opera como herramienta para combatir el hambre, desde la destrucción de las jerarquías opresivas, en tanto se propone una visión muy amarga del presente y del devenir del pueblo en Brasil, pero cuya realidad es extensible al resto de América Latina. Esta apropiación se realiza mediante la figura de la alegoría. Expone Xavier: “Articulado con la conciencia de la crisis –del país, del lenguaje capaz de «decirlo», del cine capaz de ser político–, se consolidó hacia la segunda mitad de los años sesenta el recurso de las alegorías. Este no puede ser reducido a un programa inmediato de denuncia programada y velada del régimen autoritario, pues comprende una gama variada de motivaciones y estrategias de lenguaje, así como una gama variada de efectos de sentido conforme a la postura estética del cineasta, su forma de organizar el espacio y el tiempo y su relación específica con el espectador”12.
Argentina y el “tercer cine”
La película que funcionará como referente innegable del Nuevo Cine Argentino será, sin lugar a dudas, La hora de los hornos: notas y testimonios sobre el neocolonialismo, la violencia y la liberación (1968), un filme realizado en co-dirección entre Octavio Getino y Fernando Solanas. Se trata de un documental subversivo (según proponen los mismos autores), ideado como una herramienta de educación de la causa revolucionaria, en directa relación con el texto que los mismos autores conciben bajo el nombre de “Hacia un tercer cine”. Un tercer cine, a grandes rasgos, es un cine comprometido y de guerrilla, realizado colectivamente y definido por la figura de un autor; un cine que se piensa y se realiza de modo comunitario, que busca generar un debate y proponer una ideología de lucha.
La tesis que elaboran Getino y Solanas, en el manifiesto que ponen en circulación hacia fines de la década de los sesenta, establece una doble distancia: en primer lugar, se opone radicalmente a un “primer cine”, que sería un tipo comercial de realización, promotor del aparato ideológico burgués, que no corresponde necesariamente a un tipo particular de película, más bien, implica todo un andamiaje de producción y de distribución importado de Hollywood y que se expande como canon representacional a todo Latinoamérica.
En segundo lugar, se distancia del segundo cine, que sería un cine de autor, con preocupaciones tanto estéticas como artísticas, que nace como una alternativa de lucha contra el cine comercial, pero que, sin embargo, al competir con éste primer cine (riñendo por los espacios en los circuitos de exhibición, por ejemplo), termina siendo “devorado” por éste.
El tercer cine es definido del siguiente modo por sus autores: “Opone, ante todo, al cine industrial, un cine artesanal; al cine de individuos, un cine de masas; al cine de autor, un cine de grupos operativos; al cine de desinformación neocolonial, un cine de información; a un cine de evasión, un cine que rescate la verdad; a un cine pasivo, un cine de agresión; a un cine institucionalizado, un cine de guerrillas; a un cine de espectáculo, un cine de acto, un cine de acción; a un cine de destrucción, un cine simultáneamente de destrucción y de construcción; a un cine hecho para el hombre viejo, para ellos, un cine a la medida del hombre nuevo: la posibilidad que somos cada uno de nosotros”13.
Por supuesto, el movimiento que surge en los años sesenta en Argentina es mucho más amplio que el proyecto comandado por Getino y Solanas. La experiencia de Fernando Birri y el manifiesto del Tiré dié, serán igualmente relevantes en la organización de un nuevo cine, crítico con la situación social de la nación, así como con la producción cinematográfica del país, que no podía permanecer igual a la de un viejo cine tradicional. En ese sentido, la película La hora de los hornos, constituirá una importante influencia en los cineastas chilenos, especialmente a partir de ciertas instancias y debates como los que se producen en el Festival de Cine de Viña del Mar. Será relevante, además, el modo en que se radicalizan –estética, productiva e ideológicamente– los principales elementos que imperaban en el nuevo cine latinoamericano14.
Nuevo Cine Chileno
En esta búsqueda por organizar un contexto, en el marco de la creación cinematográfica, que nos permita establecer los lineamientos estéticos y políticos que modula Cristián Sánchez en su filmografía, debemos detenernos, obligatoriamente, en el cine chileno que anticipará la producción de nuestro director.
Comenzaremos estableciendo que, en Chile, al igual que en otros países de Latinoamérica, se funda un cine ‘nuevo’ y rupturista respecto a la cinematografía realizada anteriormente, mucho más escasa en términos de estrenos por año. Hay un salto importante –en cuanto a la producción audiovisual– hacia fines de la década y entre los años ’67 y ‘68 se estrenan cinco nuevos filmes nacionales, dando inicio a un boomlet del Nuevo Cine Chileno, que se extiende hasta la llegada del golpe militar, en 1973. La obra que se produce durante esos años, contempla una visión política que será para muchos, determinante en la identidad e ideología del cine nacional. Si bien no se trata de un tipo de cine de guerrilla, como es el caso argentino revisado en el apartado anterior, sí estamos frente a una obra que puede ser estudiada desde el compromiso que asume hacia la sociedad, en relación con un “dar a ver” ciertos temas conflictivos de la época, con el objetivo de instaurar una toma de conciencia en el espectador, en torno a temas que afectan socialmente al país. Posteriormente, queremos proponer un distanciamiento de Raúl Ruiz respecto a dicha posición política del cine, a partir de la puesta en escena de una narrativa distinta, que convoca a lo social desde otros lugares.
En 1968 se estrenan tres películas que serán muy relevantes para el desarrollo audiovisual de la década y para la configuración de un nuevo cine, estas son: El chacal de Nahueltoro (Miguel Littín), Valparaíso mi Amor (Aldo Francia) y Tres tristes tigres (Raúl Ruiz)15. Especialmente en los casos de El chacal de Nahueltoro y de Valparaíso mi amor, se trata de películas donde hay un especial énfasis en la exhibición y revelación de una pobreza anclada en el corazón de la sociedad chilena, en relación a la falta de oportunidades y a la injusticia social. Formalmente, el relato se manifiesta enmarcado (muchas veces) en una estética neorrealista, pensando en las aventuras de un héroe (víctima de un sistema social, cultural, político) y en su trayecto hacia un destino fatal, camino a través del cual el espectador observa un contexto determinado: una ciudad o territorio particular, marcado por una iconografía que proyecta externamente mucho de lo que les ocurrirá a los personajes en su fuero interno. Estos elementos están presentes especialmente en los filmes de Miguel Littín y de Aldo Francia.
Es interesante el análisis propuesto por Verónica Cortínez y Manfred Engelbert, quienes realizan una rigurosa y extensa investigación sobre este nuevo cine en Chile, en un libro (conformado por dos extensos volúmenes) que tiene por título Evolución en libertad, donde analizan la producción de largometrajes realizados en la década de los sesenta e inicios de los setentas. Comienzan distanciándose de los estudios realizados a la época sobre un Nuevo Cine Chileno que estaría en una directa sintonía –en relación al compromiso político, al aura revolucionaria– con el Nuevo Cine Latinoamericano.
“En Latinoamérica todo parece ser política”16, comienzan aseverando los autores en su primer capítulo, en una suerte de comentario crítico hacia el sesgo que se dio en el análisis cinematográfico de la época, que solamente se concentró en los estrechos vínculos que surgieron entre los eventos políticos ocurridos en distintos países del sub-continente durante esa época, y el nuevo cine. Cortínez y Engelberg se proponen estudiar el cine de los sesenta, incluyendo en su revisión y análisis, aquellas películas que han sido omitidas, por ser consideradas ‘menores’, o simplemente por no estar en sintonía con la ideología que trasmitía el cine latinoamericano de la época. Los autores se refieren, entre otros, a los filmes: Morir un poco (Álvaro Covacevich, 1966); Ayúdeme usted compadre (Germán Becker, 1968) o Tierra quemada (Alejo Álvarez, 1967), que serán extensamente estudiados (junto a las obras paradigmáticas de la época) a lo largo de los dos volúmenes del libro.
En primer lugar, destacamos el análisis expuesto en torno a la relevancia que tiene el Festival de Cine de Viña del Mar (en ambas versiones, tanto en 1967 como en 1969) en la construcción del ideario de una cinematografía regional. La edición del Festival del año 1967 “ofrece un panorama multifacético, donde están presentes el viejo y el joven cine, el profesional y el aficionado, el comercial y el independiente, en múltiples formas expresivas de intensiones variadas”17. La segunda edición de dicho Festival tendrá una impronta política más potente que será desarrollada, a través de referencias y de recopilación de material de la época, por Cortínez y Engelbert. En ese certamen, realizado en 1969, se exhiben muchos de los filmes que serán ejemplares en el cine de la región. Películas como la cubana Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), Dios y el diablo en la tierra del sol (1964), y Antonio das Mortes (1969), ambas dirigidas por el cineasta brasilero Gaubler Rocha, además de la obra argentina, La hora de los hornos (1969); junto con una muestra sustancial de cine chileno de esa época, como Valparaíso mi amor, Caliche sangriento, El chacal de Nahueltoro y Tres tristes tigres.
Nos interesa de forma especial esta segunda edición del Festival de Cine de Viña del Mar, justamente por los debates que se producen durante los días de su realización, particularmente por parte de los cineastas chilenos. El incidente está originalmente relatado por el crítico de cine Hans Ehrmann, quien escribe: “Lo político desplazó al cine y el rumbo que tomaba el encuentro no agradó a los chilenos”18. De ese modo comienza el crítico su texto, para luego citar a Raúl Ruiz, cuya referencia nos resulta muy apropiada para revisar el desmarque que nos interesa enfatizar en este capítulo. Las palabras de Ruiz (replicadas por Ehrmann), son las siguientes: “La voz en que acá se están discutiendo las cosas, en forma declamatoria, vaga y parlamentaria, es reñida con la manera de ser chilena. Nosotros conversamos las cosas en otra forma. Aquí se están repitiendo lugares comunes sobre el imperialismo y la cultura que se pueden leer en cualquier revista; y luego viene Fernando Solanas a contarnos La hora de los hornos que ya vimos anoche. Nosotros nos vamos a la sala de al lado para hablar de cine. Los que quieran, pueden venirse con nosotros”19. Esta anécdota da cuenta de la distancia (especialmente ideológica) existente entre filmes estrenados durante los mismos años, y que compartirían la designación de un nuevo cine.
Es también, una anécdota que permite verificar que no es posible comprender el cine chileno como un proyecto homogéneo. Como ocurre con las películas mencionadas de Brasil y de Argentina, se observa que la producción audiovisual chilena no es política y o social simplemente por poner en escena al pobre, al huérfano, o a la víctima; lo es también, por el modo en que emplea sus materiales, en que pone en escena a los personajes, por el despliegue particular de su lenguaje, por las rupturas y experimentaciones que va estableciendo en el ámbito de las formas y de las narraciones.
Otro elemento interesante es hacer ver la distancia –indescifrable hasta la actualidad–, entre arte y comercio. Los autores de Evolución en libertad exponen esta temática de modo bastante claro utilizando las categorías de campo (campo cultural y campo económico) propuestas por Bourdieu. Escriben: “En el caso del cine chileno de mediados de los sesenta se trata de un subcampo cultural emergente con fronteras abiertas hacia el campo heterónomo de lo económico y el campo de la producción cultural, tanto literaria como popular. La relación inversa entre éxito comercial (capital económico) y éxito crítico (capital cultural) es evidente”20. Y más adelante: “La recepción de Tres tristes tigres ofrece un caso ejemplar del modelo «gana el perdedor» que Bourdieu define como característico del sector autónomo independiente del campo de la producción cultural. La pérdida financiera se compensa por el reconocimiento unánime de la crítica (…)”21. Es decir (y esto será algo que sucede hasta el día de hoy, no solo en Chile, sino que en general atravesará las realizaciones nacionales en su modalidad de cine no comercial), no hay una coincidencia entre el éxito de público y el éxito de la crítica.
Antes de ingresar al universo ruiziano y a la afinidad que pueda existir entre su cinematografía y la de Cristián Sánchez, nos detendremos brevemente en un primer filme representativo del Nuevo Cine en Chile. Se trata de El chacal de Nahueltoro, que nos sirve justamente para exponer vías paralelas de articulación de un cine en un campo políticamente efervescente.
El Chacal de Nahueltoro, dirigido por Miguel Littín es, en primer lugar, un filme basado en un hecho real: el asesinato de una mujer y de sus cinco hijos, en manos de José del Carmen Valenzuela ocurrido al interior de la ciudad de Chillán en la localidad de Nahueltoro, en agosto de 1960. El homicidio fue muy expuesto y difundido por la prensa y, el modo de establecer una conexión, tanto con la noticia como con la historia ‘real’ tras la noticia, es realizado por Littín (y su equipo de directores de cámara, fotografía, actores, en un proyecto que supuestamente es bastante colectivo y colaborativo), a partir de la inserción de elementos propios del documental –la narración le otorga un protagonismo esencial al recurso de la entrevista y del testimonio, en su apuesta por establecer, dentro del filme, una suerte de reconstrucción de los hechos que nos permita anclarnos indisolublemente a la realidad–. Por otra parte, se aproxima a un estilo documental desde ese principio neorrealista que tiene relación con contar la realidad como si fuera una historia, imbricando, por ejemplo, la interpretación de actores profesionales, con no actores, o sumergiéndose en los territorios yermos de la zona del centro sur de Chile.
El relato se desarrolla en una zona rural, el paisaje se muestra abandonado al desarrollo y a la modernización; se trata de un territorio periférico, en donde hay un despliegue y una puesta en escena de la marginalidad. El protagonista, José del Carmen, es víctima de un sistema que jamás se hace cargo de él (ni en su infancia, ni tampoco en su juventud) y que, en cambio lo hará, por primera vez, cuando es encarcelado y sometido a un proceso de reforma y civilización o adoctrinamiento, luego de que asesina a una madre y a sus cinco hijos. Antes de eso, el protagonista, deambula por parajes inhóspitos, generalmente alcoholizado, expuesto a personas poco amables, que lo tratan siempre con desconfianza y suspicacia.
Sobre la figura del pueblo (su representación y su presencia en el plano), Rodrigo Cepeda22 propone lo siguiente: “El pueblo es un personaje constituido por un sinnúmero de rostros que van caracterizando a distintos tipos de personajes del Chile agrario de los sesenta: el campesino chileno, la chica del burdel, el vagabundo que recorría los caminos rurales, el ebrio de cantina rural y, finalmente el presidiario. Un cuerpo colectivo que le entrega un carácter o cuota de realidad que verifica y autoriza la calidad de documento que la película ha ido adquiriendo con el tiempo. En resumen, en El chacal de Nahueltoro podemos encontrar personajes de ficción en categorías tradicionales (…) y, como contrapartida, podemos también reconocer un trabajo no actoral, encarnado por personas reales que se están representando a sí mismas y que, a lo largo del filme, van conformando un cuerpo colectivo que se yuxtapone al trabajo actoral de ficción y lo valida. Este es, nos parece, uno de los asuntos relevantes de la película, en tanto al relacionarse y yuxtaponerse, estas dos categorías van conformando el tejido de realidad del cual emana la verdad de una sociedad chilena enfrentada a sus problemáticas más duras, como son la pobreza, la indigencia y la injusticia. Asuntos –ante los que la película tiene un claro punto de vista– que nos hablan del cambio que se marcaba en el cine nacional”23.
Tanto el ‘tejido de realidad’ que menciona el autor como ese ‘claro punto de vista’, será un punto en común con otros filmes del período. Abordar la trama de la historia desde perspectivas distintas, con un montaje particular que va exponiendo a un personaje principal desde distintas configuraciones (el niño, el huérfano, el pobre, el trabajador, el asesino, el buen samaritano, el borracho, el preso, el condenado a muerte), en una narración que va mostrando y demostrando, en un juego constante de causas y efectos. Desactivando las concepciones de la víctima y el victimario para exponer un problema aún mayor: el de la desigualdad social, por una parte; el de los procesos judiciales que no siempre imparten justicia, por otra.
Una de las cualidades relevantes de la película es el modo en que Littín logra hacer circular y poner en obra diferentes voces. Por una parte, la voz del propio José del Carmen, un personaje a todas luces complejo, en donde se intercala su versión particular de los hechos, con los recuerdos y los paisajes de su infancia que emergen desde una palabra propia que va construyéndolo como personaje de infancia pedregosa. En segundo lugar, está la voz de la prensa, los juicios hacia el protagonista, el tono sensacionalista y morboso que se le concede a los hechos. En tercer lugar, está la voz de la justicia, una institución temible. Por último, la voz del pueblo, omnipresente, que se figura en el filme como pueblo que observa y, sobretodo, que escucha a todas las otras voces; un pueblo cuya perspectiva (los juicios que se tienen sobre José del Carmen) va cambiando a medida que avanzan los hechos; así el filme va jugando constantemente con las expectativas que tiene el espectador (su empatía, por ejemplo) a lo largo del metraje de la película.
Raúl Ruiz y sus tigres tristes
Como señalamos al inicio de este capítulo, nos interesa indagar en las relaciones posibles entre el proyecto del Nuevo Cine Latinoamericano y las cinematografías de Raúl Ruiz, por un lado, y de Cristián Sánchez, por otro. Antes de llegar a ello, nos permitimos insistir en las temporalidades, en la inscripción de los cineastas en diferentes periodos. Así, Raúl Ruiz pertenece al Nuevo Cine Chileno, porque su primer largometraje, Tres tristes tigres, es contemporáneo a El chacal de Nahueltoro, Ya no basta con rezar, Valparaíso mi amor o Caliche Sangriento, pertenecientes todos al Nuevo Cine Chileno. Sánchez, en cambio, comenzará media década más tarde a hacer sus películas en un contexto y atmósfera que serán, como hemos establecido, radicalmente distintos. Uno se caracteriza por hacer películas en democracia (en el marco de un gobierno socialista) y Sánchez, en cambio, hace sus películas al interior de la época de la dictadura militar chilena.
Nos interesa, en este apartado, convocar a Ruiz desde diversos lugares: desde su relación con Cristián Sánchez, del cual fue profesor en la Escuela de Artes de la Comunicación (EAC) en la Universidad Católica24; desde su rol como cineasta y autor de una obra extensa y profundamente estudiada en los últimos años25; por último, desde su cúmulo de reflexiones teóricas, muchas de ellas compiladas en su poética del cine, pero también presentes en entrevistas o en estudios realizados por diferentes personalidades de la cultura actual (el propio Sánchez entre ellos), en torno a su extensa filmografía.
Dejaremos pendiente la revisión de algunos aspectos que Ruiz desarrolla en su Poética del cine hasta un siguiente capítulo. En este momento, nos interesa fundamentalmente el ‘desmarque’ en el cual tanto hemos insistido, hacia lo propiamente social y político del Nuevo Cine Chileno.
Ruiz (y Sánchez, posteriormente), parecieran disputar los modos de representación de lo político, a partir de una ampliación de sus supuestos estéticos, comprendiendo que la relación entre cine y política en cada filme no responde a un programa estético adhesivo, más bien, dicha relación se produce desde una puesta en crisis de las formas tradicionales de la narración.
Este tema será ampliamente desarrollado por Rancière a lo largo de su obra. En el texto “Las paradojas del arte político”, el filósofo escribe: “El problema no concierne a la validez moral o política del mensaje transmitido por el dispositivo representivo. Concierne a ese dispositivo mismo. Su fisura deja aparecer que la eficacia del arte no consiste en transmitir mensajes, ofrecer modelos o contra modelos de comportamiento o enseñar a descifrar las representaciones. Consiste antes que nada en las disposiciones de los cuerpos, en recortes de los espacios y tiempos singulares que definen maneras de estar juntos o separados, frente a o en medio de, adentro o afuera, próximos o distantes”26. Siguiendo esta línea, proponemos que, con Tres tristes tigres, Ruiz desmonta la propuesta militante del periodo, para llevar el contenido político implícito en ciertos modos de representación alejado de las estéticas y de los temas que predominaban en esa época. Luis Mora lo explicita de modo claro: “A pesar de que Ruiz se sentía parte de la nueva realidad política chilena, su actitud frente a la creación es muy diferente a la de sus colegas; no siente la urgencia de hacer un cine militante de la causa revolucionaria ni tampoco el deber de producir un cine didáctico y movilizador”27.
El mismo Ruiz propone una distinción entre sus películas y las que caracterizarían los movimientos del nuevo cine latinoamericano. En una entrevista realizada por Enrique Lihn y Federico Schopf, el cineasta señala: “Yo no entiendo muy bien la expresión cine político; recuerdo algunas clasificaciones al respecto: el cine directo, el cine panfleto, el cine ideológico a la manera de La hora de los hornos, y un cine utópico que, a partir de hechos reales, configura la esperanza de un pueblo. El que yo hago es cine político en otro sentido. Para mí, filmar una película es un acto político”28. Y luego añade: “Para plantear mi posición de trabajo, yo usaría otro esquema, referido a Latinoamérica. Aquí veo tres tendencias claramente definidas. Por un lado, una especie de cine civil, que se plantea problemas concretos de Latinoamérica y muestra los caminos para solucionarlos; el caso de La hora de los hornos, cine didáctico. Por otro lado, veo especialmente en Brasil, un cine metáfora, que tiende a crear situaciones que sintetizan o dan la clave del país. Por último, el tipo de cine que intentamos hacer nosotros, de indagación, en el sentido de buscar las claves nacionales”29.
Será explícito, entonces, el modo en que el cineasta da un paso al costado frente a las propuestas de contenido ideológico –mencionamos ya el texto de Getino y de Solanas y el Manifiesto de Cineastas de la Unidad Popular–, para proponer una relación con el cine que está mediada por el deseo de hacer arte más allá de una intención por querer cambiar el orden social del periodo. No hay un compromiso definido, a pesar de pertenecer y dialogar intensamente con los cambios y procesos políticos que se vivían en aquel entonces. Él se sitúa en un lugar distinto y complejo, en el caso de Tres tristes tigres, será el espacio de la clase media acomodada e inconsciente de su entorno, el de la banalidad y la superficialidad, el del alcoholismo y el ocio, el de la violencia implícita, el del malestar social. Parafraseando al mismo Ruiz, la propuesta es por un cine chamánico, en donde libremente se muestran los momentos triviales: no hay nada por simbolizar ni tampoco nada por sintetizar, los elementos pueden ser hallados literalmente en el plano, en un nivel bastante superficial de lectura y análisis de la obra.
Con Tres tristes tigres, se sigue las desventuras de tres personajes (Tito, Amanda y Lucho), que navegan por distintos bares de Santiago en el lapso de un fin de semana, todos ellos son miserables (lo sabremos especialmente a través de los diálogos), sin embargo lo esconden, y en el recorrido, la película va mostrando los trazos (las hilachas) de una sociedad exitista, clasista y consumista30.
En Soberanías en suspenso, Villalobos-Ruminott plantea que, si bien el director de Tres tristes tigres se aleja de una propuesta alegórica-nacional en la lucha contra la opresión, tampoco se concentra en la realización de un cine espectáculo o un cine de industria cultural31. Efectivamente, esta ópera prima ruiciana, no es una película fácil para un espectador acostumbrado a un cine que lo entretenga32. Es quizás, una apuesta más experimental, una búsqueda o un cine de indagación, como propone el propio Ruiz. Una poética basada en un sistema particular de ocultamiento y de develamiento, de indeterminación, que exhibe a un tipo de personaje chileno singular, ambiguo y contradictorio; que inaugura un tipo de habla particular (cargada de una materialidad sonora que completa la imagen, pero también la extraña, la transforma, dispersa su sentido). Establece Villalobos-Ruminott que la propuesta de Ruiz con sus filmes es la de un cine impolítico, es decir, no un cine militante declarado, más bien “una poética del cine pensada en los términos de una transformación cualitativa de la experiencia que indaga en la dimensión de lo político de forma no convencional: cine político no militante y no documentalista”33.
Por definirlo de otro modo (en la terminología que proponen Getino y Solanas en el marco de su manifiesto); hay en Ruiz una distancia que se establece no solo hacia el modelo de representación clásico (un primer cine, o un cine comercial), sino también, se aleja del lenguaje propuesto por este cine social y comprometido que imperaba en Latinoamérica a fines de los años sesenta (el tercer cine)34.
Podríamos aventurar que lo político del cine indagatorio propuesto por Ruiz, está en la trama (indefinida, dispersiva, debilitada, inactiva), pero sobre todo está presente en los recursos materiales y formales que utiliza el director para establecer dicha trama. Ruiz trabaja a contracorriente. Realiza filmes que, tomando prestadas las categorías de Jean Luis Comolli y Jean Narboni, “No tienen un significado explícitamente político, sino que, de alguna manera, ‘llegan a serlo’”35. La capacidad de formular esta propuesta está en aquello no político que es político; esa lectura es posible de establecer a partir de la propia estética ruiciana; la ausencia del conflicto central, la inversión (o anulación) de las lógicas de causa y efecto, la incoherencia en el actuar de los personajes, la incongruencia en el lenguaje, el protagonismo de los objetos y de los espacios, las relaciones que establecen los personajes, las clases sociales que se organizan, el habla, como oralidad y lenguaje, entre otros múltiples elementos que configuran una real búsqueda de un contexto territorial y de una época muy concreta. Por ejemplo, en aquello que Michael Goddard denomina como las ‘anomalías de lo cotidiano’, en su texto “Escapando al Realismo Socialista: El Ruiz púdico de los años ‘60 y ’70”, artículo dentro del cual hace referencia al concepto de realismo púdico, extraído de un texto de Waldo Rojas, cuyo principio activo consiste en “considerar la noción de realidad no ya como lo dado, como lo des-cubierto absoluto, sublunar e impávido, sino como un sistema de ocultamientos: la naturaleza gusta de ocultarse. Todo el resto, consecuencias éticas o estéticas, políticas o sociales, se dan por añadidura”36.
Lo púdico, para Goddard, no está instalado en el estilo minimalista del director, tanto como en la renuncia a comprender la realidad como algo cerrado y clausurado; por el contrario, “La película es, por lo tanto, política, no porque se haga cargo de temas nacionales ni por presentar una situación política explícita, sino por el modo en que su propia estructura comunica un sentido de gente que conduce vidas superficiales e insostenibles, en espacios que no son suyos y en un tiempo prestado. En cualquier uso estilizado del montaje o de la cámara fija, como en Godard o Antonioni, Ruiz logra efectos de alienación similares a través del sondeo constante de esta cámara móvil, de modo que la propia forma de la película expresa el tipo de complicidad cotidiana experimentada por los personajes”37.
Raúl Ruiz dialoga con los nuevos cines del mundo, con las nuevas olas, y dentro de ese horizonte mundial de novedad, con un nuevo cine latinoamericano desde una profunda expresión personal, donde se subraya una imagen lúdica en el modo de explorar las nociones de lo chileno, en relación a una sociedad y sistema moral, particular38. Su modo de aproximación, es a partir de una acción fracturada, de una imagen insegura, alcoholizada, como los personajes que presenta, cuyas vidas giran sin rumbo en un mundo que se encuentra en un constante estado de crisis. Tres tristes tigres, se construye a partir del despliegue y puesta en trance de una banalidad de lo cotidiano, donde el absurdo reina y abre el camino a la puesta en obra de una sociedad y unos individuos profundamente alienados39.
Pascal Bonitzer, autor con el cual ya hemos dialogado a partir de la noción de fuera de campo propone (a modo de palabras al cierre en su ensayo sobre Ruiz): “Hay en el cine de Raúl Ruiz una virulencia, un poder de subversión de las proporciones y jerarquías, un poder de subversión lógica, que éste aplica de manera implacable, sin remordimientos, sin preguntarse jamás si el público lo entenderá, lo comprenderá, si le gustará o si el filme llegará a ser exhibido. No es que no le importe que el público vea y disfrute sus películas, sino que siente que nada debe detenerlo, doblegarlo, desviarlo de su voluntad corruptora, ni siquiera y mucho menos la esperanza de una «comunicación» con el público, el feedback, esa plaga de nuestro tiempo”40.
Con esta cita, cerramos parcialmente lo relativo a Ruiz, asumiendo dos cosas: la primera es que a lo largo de las páginas que siguen, Ruiz estará constantemente presente. Por una parte, debido a que Sánchez escribe un libro sobre él: Aventura del cuerpo: El pensamiento cinematográfico en el cine de Raúl Ruiz (un libro fiel al espíritu de Ruiz). En segundo término, bajo la propuesta de que resulta imposible no hacer referencia a la ausencia de un conflicto central sin convocar su Poética del cine, ya que su ensayo será la fuente principal desde donde abordar el tema.
Sánchez y el Nuevo Cine Latinoamericano
Continuando con nuestro camino, señalemos lo evidente: Cristián Sánchez, se encuentra más cercano a la poética ruiciana que a la de los otros directores del Nuevo Cine Chileno.
Podríamos proponer lo siguiente: la ambigüedad, la extrañeza, el habla anómala, las reacciones absurdas; pero también la imprecisión narrativa, la prolija desprolijidad producto de limitaciones técnicas, la imperfección sonora y visual, etcétera, serán las vías que ambos directores transitan, aunque cada uno desde sus lugares, preocupaciones y humores personales.
Si insistimos en la idea de conectar las cinematografías de estos directores con las realizadas en el Nuevo Cine Chileno, podemos hacerlo a partir de algunos manifiestos desarrollados bajo ese contexto. Una propuesta es postular los filmes de Sánchez (Vías Paralelas, Los deseos concebidos, El zapato chino), como una obra enmarcada en un cine de los efectos (un segundo cine, en la lógica que proponen Getino y Solanas41). Se muestra un estado de las cosas, una suerte de facticidad desprovista de una sugerencia de por qué las cosas son como son.
Es interesante pensar en cómo Sánchez deviene un cineasta político, aislado del movimiento que lo antecede y que proclamaba su compromiso hacia “el fenómeno político social de nuestro pueblo y de su gran tarea: la construcción del socialismo”, como definen los autores del manifiesto. El Sánchez de los setenta y ochenta, está sumergido en el momento político, pero no en el de la utopía socialista y el sello revolucionario; sí en el mundo de los efectos de un trauma que aún no ha sido procesado o metabolizado por quienes lo viven; es un trauma en curso que es ‘alusivamente’ registrado por el director, en tanto se configura una atmósfera, una fantasmagoría, que empapa los espacios y contagia a los personajes en una errancia perpetua y absoluta. Nunca es una denuncia explícita.
Ruffinelli señala en torno a Sánchez: “El hecho es que, desde las primeras obras, los personajes han salido de sí mismos, de sus contextos sociales, de la ubicación en que su propia sociedad les ha determinado. Las acciones en las películas de Sánchez son las de un tránsito constante, y la única explicación es la de haberse alejado de su sitio original”42.
Observamos un desplazamiento de ese lugar central que ocupaba lo político de los nuevos cines y se instala en la experimentación estética desde un ‘fuera de lugar’ radical, organizado a partir de los personajes, despojados de sus hogares, descentrados respecto a la cotidianeidad y a los afectos. Y se instala también como una indeterminación de la narración, que fluye, sin una estructura clara, sin héroes, sin conflictos definidos que los personajes deban resolver. Se construyen metáforas atmosféricas, fantasmagorías que van contagiando a los personajes en sus repliegues anímicos, dejándolos vulnerables e indefensos, frente a adversidades que a veces solo los rozan, pero otras, directamente los atacan y los afectan.
Comenzamos este capítulo estableciendo una relación entre el Nuevo Cine Latinoamericano y las ‘nuevas olas’ globales. Nos parece que aquel es un lugar importante de mantener. En ese período ampliamente sistematizado desde la literatura y la teoría, se juegan ciertas coordenadas estéticas, éticas que permiten el diálogo y el desplazamiento con la obra de ambos directores (Ruiz, Sánchez) y las categorías propuestas por el nuevo cine latinoamericano y chileno. Lo moderno está en El zapato chino y el deambular errático y sin rumbo de los personajes; su recorrido trágico en el cual se infiltran, de pronto, disparos que dejan heridos que los espectadores no vemos. Esta cualidad de narrar desde la inconcreción, desde la extrañeza, es paralela a una cinefilia afectuosa e incuestionable, que tiene que ver no solo con las películas que había filmado Ruiz en el Chile de los sesenta e inicios de los setenta; también con cineastas como Buñuel, Godard y Bresson.
El cine de Cristián Sánchez, compuesto por más de 10 películas, entre cortos y largos, realizados en aproximadamente cuarenta años, mantiene una coherencia formal y estética que se desmarca de un estilo definido para situarse como una postura política sobre el mundo que retrata, que se emancipa tanto de su contexto histórico, como de los debates del momento, y mantiene, por el contrario, ciertas coordenadas indagatorias.