El zapato chino, segundo largometraje de Cristián Sánchez, sigue el recorrido de Marlene, una joven que llega a Santiago, desde una provincia que no se nombra ni se explicita, y es “adoptada” por Gallardo, un taxista que la acoge y la trata como a una familiar, aunque en ese proceso, Gallardo se enamora, se obsesiona, la desea.
El filme comienza con Marlene mirando a cámara y cierra con el mismo plano. Se escucha una voz en off, se inserta una melodía muy sutil y melancólica, y entre medio, se despliega una historia bizarra, que contempla un tránsito permanente entre lugares; fugas, secuestros, torturas, historias de amor que nunca no se concretan. Secuencias insólitas, que tiñen a los personajes en un nivel de profunda anomalía, que impregna la narración y que proviene de un lugar externo a esta.
Prácticamente todos los elementos que constituyen el filme aluden a la época dictatorial en la que se centra la película. Esta queda sintetizada en diversos aspectos que van desenmascarando una atmósfera determinada: la voz en off de contenido muy ambiguo, la figura del hombre viviendo y viajando al interior del maletero de un automóvil, los grandes miedos de la época sintetizados en las miradas a cámara de nuestros protagonistas, y que dan cuenta de desasosiegos profundos, relacionados a la tortura, a la muerte, a la desaparición de los cuerpos; pero también el miedo a la cesantía, a la inestabilidad económica. Villalobos-Ruminot utiliza la categoría de lo impolítico (concepto derivado de Esposito) para revisar la obra de Raúl Ruiz y propone: “cine político no militante y no documentalista, es decir, cine impolítico que se distingue de las corrientes más o menos características del cine contemporáneo con vocación de crítica social”. Posteriormente “lo que agruparía sus obras (la de Ruiz) en una constelación heterogénea, regida por el principio inclaudicable de la multiplicidad sería, entonces, su resistencia a subordinar el delirio de la imagen, su deriva constitutiva a algún presupuesto hermenéutico avalado en el principio aristotélico del conflicto central” (Villalobos Ruminot, 251).
Como Ruiz, Sánchez también trabaja desde la ausencia completa de un conflicto central, y a si mismo, desde la imagen delirante que da espacio a la apuesta por el absurdo, tejiendo desde ahí un relato sin rumbo. Rufinelli habla de personajes fuera de lugar, efectivamente porque son personajes en tránsito constante, pasajeros en tránsito: pasajeros de taxi, de habitaciones en casas, de moteles, de bares. Los lugares se suceden. Incluso la maleta de un auto pasa a conformar un lugar habitable. Ese mismo estado constante de movilidad se desplaza también a la narración. Las historias, los diálogos comienzan pero se dejan inconclusos, hay excesivos vacíos argumentales, los personajes carecen de motivaciones (o, como señala De los Ríos, la motivación de todos los personajes pasa a ser Marlene), un objeto del deseo de distintos personajes masculinos, un deseo sexual que nunca se concretiza. Marlene, a su vez, tiene un comportamiento infantil (más infantil, por ejemplo, que la niña de Los deseos concebidos).
La secuencia del motel es ejemplar en ese sentido, ejemplar e hilarante. Nano y Marlene van a un motel económico, esperan a que se desocupe una pieza. Piden una bebida y se acuestan en la cama. Ella se saca el sweater y conversan. Llega la cerveza, no la prueban. Ella cuenta una historia de gran habitación separada por muros livianos que no llegan hasta el techo. Ellos conversan, piden una bebida. De la pieza de al lado piden fósforos y Nano se los tira por sobre la muralla. Siguen conversando, ella cuenta una historia sobre la soledad. El administrador del hotel escucha desde el otro lado del muro. En total la visita al motel dura unos minutos, casi sin elipsis. Ellos no se tocan, tampoco prueban la Pilsen. Todo es normal, medio incómodo, bastante absurdo.